sábado, 19 de noviembre de 2011

Erase una vez en Huancavelica...

... La sombra del terrorismo seguía presente en cada permiso que pedía a mi mamá para ir a jugar al parque; de noche los apagones, coches bombas y banderas rojas eran cosa cotidiana y los comentarios de la gente mayor denotaban todo el miedo que tenían, y de algún modo nos transmitían esos miedos a los niños que escuchábamos historias de terror como quien escucha cuentos de hadas y dragones en tiempos remotos. Yo tenía siete años en 1991, y tal vez mi inocencia infantil me protegía de todos esos miedos y me permitía verlos como simples cuentos, a pesar de las detonaciones nocturnas y las noches en que hacía mis tareas a la luz de las velas.

La plaza de Huancavelica en el año 2006
Foto: Daniel Brenis

Tenía siete años y a pesar de todo solo me importaban las mañanas de escuela y las tardes de lluvia, sol o arco iris y los juegos en el gran patio de la vieja casa, en el viejo portón, en la calle o en la plaza principal de Huancavelica. Mi tío Darío tenía 60 años y hacía poco había conseguido trabajo como profesor en el Tecnológico, por ese entonces Huancavelica solo tenía Instituto Pedagógico e Instituto Tecnológico; no había universidad, ni teléfono, ni ómnibuses urbanos ni mucho menos taxis. Abundaban en cambio los telegramas, los triciclos, las largas caminatas y las bicicletas.

Entre su trabajo y nuestra casa, mi tío recorría diariamente una distancia de aproximadamente 3 km a pié, pero a sus 60 años ya se había cansado de caminar y caminar a más de 3,680 msnm. Había tomado una determinación, se compraría una bicicleta, recordaría como era manejar, iría a trabajar en bicicleta y de paso me compraría una a mí y me enseñaría a usarla.

Fue así que un día me cogió de la mano y me dijo que iríamos a comprar las bicicletas. Emocionada, pensé que me llevaría a una tienda repleta de bicicletas y carritos (Al mismo estilo de Carrusel), pero no, el lugar parecía una chatarrería, o un cementerio de bicicletas, no había allí nada de lujo, glamour o ilusiones, solo un viejo hombre sentado en medio de los fierros oxidados y su joven ayudante sosteniendo una tina con agua sucia. Mi tío y el señor se pusieron a hablar amigablemente y discutían que sería mejor para él y qué para mí, es así que en medio del montón de fierros oxidadísimos el sujeto sacó algo y dijo: “Esta puede ser para la wawa”. Miré sorprendida pues en ese montón de chatarra no asomaba siquiera una llanta o un asiento o algo que me hiciera presagiar que allí había una bicicleta, mi tío escogió un trozo de chatarra que al menos tenía llantas, mucho más grande que el mío y en seguida el viejo nos preguntó por nuestros colores favoritos; a lo que yo respondí verde, y mi tío respondió, blanco, azul y rojo; pasado un tiempo nos fuimos. Mi tío estaba muy feliz y yo muy contrariada, pensaba que iba a regresar a casa en dos ruedas pero regresaba caminando y recordando unos montones inacabables de fierros anaranjados por el óxido.

Desde ese momento todos los días mi tío me traía noticias de mi bicicleta, me decía que ya habían llegado las llantas, o el timbre o que ya la estaban pintando, el problema fue el asiento, que parecía que nunca llegaría. Como era de esperarse, su bici estuvo lista mucho antes que la mía, preciosa y "nueva" la trajo un día, blanca casi toda con pequeños detalles rojos y azules, la enorme bicicleta llenaba todas nuestras tardes acompañando a mi tío a "Aprender a manejar", era obvio que él ya sabía, solo que llevaría al menos 40 años sin subirse a una cosa de esas y tuvo que pedir ayuda a mi tío más joven, que en ese entonces no pasaría de los 21 años. Así mi tío Darío estuvo listo una mañana de lunes para irse a trabajar en bicicleta, con la expectación de toda la familia, evidentemente el mayor peligro en ese tiempo no eran los carros o buses, sino que perdiera el equilibrio y se cayera en un charco del camino sin asfaltar, y llegara todo hecho barro a dictar sus clases. Llegada la tarde mi tío apareció en la casa, algo nervioso pero impecable, su travesía había sido exitosa y desde entonces la repetiría todos los días hasta la llegada de los peligrosos y baratos colectivos (Taxis). 

No pasó mucho tiempo para que llegara la tarde en que mi tío llegara sonriente y me dijera: ¡Ya encontraron asiento para tu bicicleta! en efecto fuimos a recogerla en unos pocos días, era sencillamente preciosa, no quedaba ni un solo recuerdo del montón de fierros que había visto antes, y en su lugar una bellísima estructura de un color verde brillante, un verde que nunca más volví a ver en ninguna otra cosa, con un asiento de cuero puro, de color claro y sin ningún tinte, que hacía perfecta combinación con el color "verde alegría" de mi bicicleta. No sé si por coincidencia, o porque el "maestro bicicletero" tenía un gusto muy elegante y desarrollado, pero era perfecto el "diseño" de mi nueva posesión. 

La verdad es que era un poco grande para mí (A pesar de que yo era más alta que cualquier niño de mi edad) y solo podía subir a ella con ayuda de mi tío, quien a partir de ese día, religiosamente me llevaba todos los días a la plaza a aprender a manejar. No recuerdo cuanto tiempo duró el aprendizaje, ni cuantas caídas me di en ese piso empedrado o cuantas veces me choqué con alguna de las viejas bancas, cuantas risas despertó la curiosa escena, y cuantos diálogos tuve que escuchar entre mi tío Darío y sus amigos, acerca de lo bien que lo hacía y lo rápido que aprendía, diálogos que casi siempre acababan en una nueva caída.

Mi tío Darío cargándome, yo solo tenía 1 año.

Lo único que recuerdo de todo eso, y tal vez con más amor y ahora, 20 años después, con una mirada más trascendente y agradecida es una tarde soleada, yo montada en la bicicleta y mi tío, perseverante, sujetando el asiento de la bicicleta verde. Mi tío Darío, enseñándome a manejar, sin tal vez siquiera adivinar todo lo que en verdad me estaba dando, para ese momento y para siempre; todas las posibilidades que estaba abriendo en mi vida y todos los momentos presentes, pasados y futuros en los que he sentido (O sentiré) la plenitud total con solo una ligera brisa sobre mi rostro y mis piernas ligeras al pedalear...


Les dejo este vídeo, que aunque de otro país, 
creo que tiene que ver mucho con lo que les cuento.

2 comentarios:

  1. Creo que cada caida vale la pena, un lugar asi, una vista asi, un cielo asi, un aire asi y un tio asi, son la mejor manera de aprender y no olvidar

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  2. Sandro!

    Muchas gracias por leer el blog y por comentar, casi me haces llorar con tu reflexión, muy profunda la verdad. Creo que todos tenemos al menos un recuerdo así de intenso con la bici ¿No es así?

    Un abrazo y hasta el próximo sábado:

    Ale

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